jueves, 10 de enero de 2013

Tarifas planas, segundo intento

Traducción de Tarifes planes, segon intent

En la entrada anterior parece que me lié un poco. Una amable lectora me hizo el siguiente comentario:

Yo sí creo que las cosas tienen un valor más allá del que marcan los mercados financieros, y esto me parece igual de válido para un piso como para un tornillo. No sé si lo entiendo bien, pero me parece un poco contradictorio el modo en el que lo planteas... En el caso de los pisos parece que das a entender que la gente los sobrevalora porque les cuesta mucho pagarlos y por eso se resiste a venderlos aunque su valor de mercado haya bajado... Si los pisos han bajado de precio, valen lo que dicta el mercado y no más, de manera que hay que dejar atrás sentimentalismos a la hora de tomar decisiones sobre su posible venta, olvidarnos del esfuerzo que hemos invertido en ellos o del vínculo afectivo, etc. Sin embargo, en el caso de un tornillo, tu valoración sí está llena de sentimentalismo y dices que los despilfarramos porque su valor de mercado es bajo, pero en realidad cuestan mucho más (supongo que porque existe un coste ecológico o porque una persona ha invertido su esfuerzo y no se le ha pagado debidamente, y todo esto no se refleja en su valor de mercado). Pero bueno, ¿en qué quedamos? Si mandan los mercados, estos deberían mandar tanto para los tornillos como para los pisos... Si por otra parte aceptamos el valor del esfuerzo o de otros factores que no son meramente financieros, entonces deberíamos aceptarlos como válidos a la hora de tomar nuestras decisiones... Quizá estoy simplificándolo todo demasiado y probablemente no sea así lo que promueve el libro, pero yo sí reivindico otros factores que no sean los puramente económicos a la hora de decidir el valor de algo, tanto para los pisos como para los tornillos. Otra cosa es que con los actuales juegos financieros el valor de las cosas esté totalmente distorsionado, en eso estoy de acuerdo, pero si piensas que es lícito valorar un tornillo por encima de lo que marca el mercado, también debería serlo hacerlo con un piso, ¿no?

Releyendo la entrada veo que me preocupé más que seguir el proceso de mis pensamientos que clarificar las ideas que quería transmitir, así que haré un segundo intento.

El desencadenante de la entrada fue la cuestión de si lo invertido hasta el momento en una empresa (entendida en un sentido amplio, no sólo mercantil) nos ha de influir en las decisiones a tomar sobre ella. Aquí, cuando hablo de inversión no tiene porque ser económica. Puede ser una inversión de tiempo o de esfuerzo intelectual o emocional. Para equilibrar el ejemplo crematístico del piso pondré otros en los que la inversión no sea económica. ¿Hay que seguir con una pareja en la que no se ve futuro y cuya relación nos es contraproducente, por el hecho de haber puesto mucho amor en el pasado? ¿Hay que seguir en una asociación de la que fuiste miembro fundacional, pero la orientación de la cual ha cambiado y ahora no te identificas con ella? ¿Hay que seguir en un trabajo que nos ha dado muy buenos momentos si vemos que ya no se corresponde con nuestras expectativas? Para mí, en todos los casos la respuesta es no. De hecho, es posible que la mejor manera de conservar un pasado gratificante es saber detenerse a tiempo, antes de que la situación se deteriore y nos robe incluso los buenos recuerdos. Como diría Rick en Casablanca, "Tienes que tomar ese avión avión, porque sino lo sentirás ..." y esta es la manera de conseguir que "siempre quede París".

Todo lo anterior lo sigo suscribiendo pero, pensando en la conversación una vez terminada, me di cuenta que el hecho de valorar las cosas en función de lo que nos han costado, en lugar de su valor actual es un problema en los dos sentidos: supravaloramos lo nos ha costado mucho e infravaloramos lo que se nos regala o se nos vende barato. Ciertamente escogí un ejemplo poco afortunado con los tornillos de la ferretería. Pensemos mejor en el precio del papel, o de unas bolsas de plástico, que incluye los costes de fabricar, pero no los costes de regenerar los árboles (en el caso del papel), o de la futura (o no tanto) escasez de petróleo (en el caso de las bolsas de plástico). En estos casos estamos teniendo en cuenta el coste pasado y no su valor actual según las previsiones de futuro.

El caso de las tarifas planas es similar, aunque no igual. Nosotros estamos pagando tanto si usamos o no el servicio, por lo tanto no somos conscientes del coste real, como en el caso del papel o del plástico. Pero las tarifas planas tienen el efecto perverso de que, cuanto más gastas, más barato te sale lo que obtienes. Así, están promoviendo un consumo irresponsable, en lugar de una valoración adecuada de los recursos que tenemos. El efecto del despilfarro no es consecuencia de que el consumidor se base en lo que ha invertido en el pasado para valorar un recurso determinado, pero la asignación de un precio arbitrario, no relacionado directamente con los costes del artículo nos despista a la hora de darle un valor. Es en este sentido en el que está relacionado con nuestra tendencia a valorar las cosas por lo que nos han costado, y no por su valor actual o en función de las previsiones que podamos tener de cara al futuro.

Y al dar vueltas sobre todo esto me ocurrió una explicación, que creo plausible, de esta característica humana consistente en valorar lo que tenemos en función del coste que nos ha supuesto, en lugar del valor actual o de lo que nos costará volverlo a obtener. La idea era que en unas sociedades primitivas, menos cambiantes que las actuales y de dimensiones mucho más pequeñas, la medida de lo que había costado algo era una buena aproximación de lo que costaría obtenerlo de nuevo. En una sociedad primitiva, los costes pasados debían ser mucho más claros para todos, ya que no había el grado de especialización actual. Era en este sentido en el que decía que todo el mundo había hecho una flecha, o habría visto hacer alguna y, en consecuencia, sabía lo que costaba hacerlas. En general, los recursos que normalmente eran abundantes, lo seguían siendo, y los que eran escasos, o iban alternando, estaban bien identificados. Los bosques no desaparecían de golpe, por ejemplo, pero se sabía que la disponibilidad del agua podía cambiar en función de las lluvias o la sequía.

No sé si lo habré dejado más claro o lo habré liado más. Tengo claro que la conjetura sobre el origen de esta característica nuestra no tiene ningún fundamento científico, ni está contrastada por hechos experimentales. Tan sólo quería proponer un ángulo diferente del que para mí era el evidente, que es la finalidad de muchas de las entradas que escribo.

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